Antes
de conocerte cerrar los ojos era negro.
Era
desaparecer en medio de esta nada.
Nada
hueca, vacía, mediocre, trágica.
El
miedo palpitando en la sien y bajando hasta mis pies,
obligándome
a correr despavorida a cualquier lugar diferente, lejos.
Lejos
del tedio que retorna en temor.
Antes
de conocerte no escuchaba el viento,
por
eso no pude sentir la brisa que anunció tu llegada.
Antes
de conocerte mis días se acumulaban,
uno
detrás del otro, en la línea de este horizonte mudo,
creando
un muro en el que mi marcha se estrellaba.
Antes
de conocerte yo no era yo, pero tú si eras tú.
El
día que apareciste en aquella camioneta y hablaste con mamá...
tu
sonrisa era diferente. Porque era.
Aquí
nadie sonríe,
en
esta tierra densa se subsiste apretando la mandíbula.
Mi
boca se abrió de par en par, alucinada,
y
tu sonrisa se hizo más ancha,
desarmando
mis trapecios,
desgarrando
la dureza de mi cuello,
abriéndome
el pecho.
Ahora
la pienso...
y
tu sonrisa sigue rasgando las grietas de esta granja enferma.
Antes
de cerrar mi boca,
un
mar de oxígeno chocó contra mi lengua y llegó hasta mi ombligo.
Un
golpe de cielo y toda mi carne abierta hacia el mundo.
El
mundo. Todo lo que hay fuera de esta granja.
Tu
sonrisa declarando que lo diferente existe.
Existe.
Existe. Existe, me susurra suave tu sonrisa.
Las
voces amargas de mamá,
dramáticas,
patéticas, son sólo voces.
Sus voces. Ecos
del sueño muerto que hay en su ojos.
Fuera
de la granja tienen que existir miles de estas sonrisas.
Miles
de sonrisas habitando la ciudad de donde viniste.
Evoco
tu sonrisa y planeo la huida sin el metal en mis piernas,
sin la bala en
mi estómago.
La goma seca de mi lengua es ahora
la cascada mojada
que alivia el pensamiento.
Ahora
puedo irme, porque gracias a ti, cerrar los ojos es blanco.