martes, 5 de diciembre de 2017

RELATO DE UN PARTO

Mi niña, llegaste al mundo el 11 de octubre de 2017 a las ocho de la tarde. La noche antes de que cumplieses 40 semanas en mi panza me di cuenta de que había empezado a expulsar el tapón mucoso. Tu padre y yo lo celebramos con alegría y con muchas expectativas de verte la carita pronto, pero esa noche no pasó nada más. Por fin, a la noche siguiente, empezaron las contracciones. Solo llegaban cada media hora, así que sabía que aquello podía alargarse mucho, pero no podía evitar estar muy emocionada. Sin embargo, llegó la mañana, y con ella las contracciones se fueron. Pasé el día diciéndome a mí misma: “calma, Ale, porque esto puede durar días, así que ahorra energía”. Llegó de nuevo la noche y lo mismo: volvieron las contracciones cada media hora. Yo estaba superexcitada entre la emoción, el miedo y la ilusión, pero las contracciones se pararon de nuevo con la luz de mañana. Ya iban dos noches y, a pesar de saberme la teoría, que “el preparto puede durar días”, no podía evitar sentirme impaciente y agotada de esperar. Menos mal que tu padre, con su sabiduría y calma, me dijo que “así tu cuerpo se va acostumbrando”, ayudándome a ver la situación desde otro sitio. Recordé que todo es un proceso y que cada paso es importante, y por fin me relajé. A la tarde decidimos salir a dar una vuelta, y mientras caminábamos por las calles vacías, ya que todo el mundo miraba el discurso de Puigdemont (menudo momento elegiste para nacer, mi niña), yo  empecé de nuevo a recibir contracciones, pero decidimos seguir caminando hasta la noche. Cuando llegamos a casa tenía todo el cuerpo dolorido de la tensión de dos días y medio con contracciones. Después de un baño calentito me puse en el salón a hacer estiramientos para intentar liberar un poco ese dolor de regla continuo que se había instalado en mi cuerpo. Los estiramientos que había aprendido durante tu embarazo entrenando con la osteópata Claudia Carol Torres funcionaron de maravilla; no sólo empecé a liberar toda la tensión muscular, sino que empecé a entrar en un estado de calma muy agradable. Luego tu padre me dio masajito aquí y allá y nos acostamos los dos la mar de contentos, eso sí, sin hacernos ninguna expectativa. Pero ahí sí que empezaron a llegar más contracciones cada diez minutos… Yo las recibía tumbada en la cama, intentando no despertar a tu padre, por aquello de que “para qué lo voy a molestar si esto puede durar días”. Pero las contracciones empezaron a picar de verdad; incluso con alguna el corazón se me aceleraba al sorprenderme de pronto la intensidad de la misma. Así que a las cuatro de la mañana pensé  “no puedo seguir tumbada, me duele todo“. Desperté a tu padre y  nos fuimos al salón. Mientras las contracciones seguían, yo intenté buscar una postura para recibirlas, sobre todo para liberar tensión entre contracción y contracción y no sentir dolor todo el rato. Tu padre, tan respetuoso, me veía hacer y me acompañaba, siempre confiando en mí, a pesar de su miedo a que tú sufrieras dentro mi panza. Me senté en la pelota de yoga, puse la frente sobre el respaldo del sofá , (durante la  sesión de Eutokia, parto feliz, con Rut Bordés había descubierto que si presionaba mi frente mi coxis se relajaba), y entonces ¡eureka!, como por arte de magia la tensión se redujo y sentí como si todo mi cuerpo me dijera “ahora sí, desde aquí  podemos recibir lo que venga”. Y así fue. Empezaron a llegar contracciones de minuto y medio cada tres minutos, de forma que tu padre y yo supimos que habíamos entrado en la fase de parto activo. ¡Subidón! Las contracciones seguían llegando, ahora como un reloj, cada tres minutos, cada tres minutos. Yo en mi pelota las recibía estirando el cuerpo, sintiendo ese retortijón interior y acompañándolo al abrirme por dentro. Me puse unos calcetines que me ayudaban a resbalar los pies, y cuando llegaban yo abría las piernas e intentaba separar al máximo mi cuello del coxis, estirando, estirando. Era como si supiese qué quería la contracción y al hacerlo no sentía el dolor, tan sólo que me estiraba de dentro afuera. Además entre contracción y contracción tu padre me masajeaba allá donde le indicase cual sargenta, y me ponía la esterilla caliente en la espalda. Yo descansaba y  podía hablar, relajarme, reírme… hasta que llegaba la siguiente contracción y con un “ahí viene“ o un “quita” nada cariñoso, tu padre se apartaba y me dejaba hacer a mí.  Así estuvimos hasta las nueve de la mañana. Lo único distinto fue una contracción que duró más de la cuenta y con la que al terminar, tu padre, que las cronometraba con una superaplicación que se había bajado para el parto, me dijo sorprendido: “¡esta duró cuatro minutos!”
Con la llegada del sol y el ruido de los vecinos despertándose, nos planteamos si era el momento de ir al hospital. Sin embargo, teníamos miedo de no estar muy avanzados y que en el hospital nos metieran prisa, así que tras descartar un par de ideas, como que tu padre me hiciese un tacto vaginal y me dijese de cuántos centímetros estaba (sí, hija, son ideas que a una se le ocurren cuando va hasta arriba de hormonas), decidimos esperar. Desayunamos, al menos él, porque a mí con las contracciones también me venían náuseas. Después de intentar dormir un rato en el sofá, yo me levanté en plan “nene, esto no se para, vamos de nuevo a la pelota”. Y ahí seguimos, haciendo trabajo de parto, pero a ritmo de Rosario Flores sonando en el ordenador. Las contracciones cambiaron, eran algo más intensas y además ya no me pedían estirar la espalda sino abrir la pelvis, así que con mis supercalcetines, cada vez que llegaban, yo me abría de piernas como si fuese a hacer el espagate, y eso reducía increíblemente el dolor. Desde el inicio del parto activo tú te habías ido moviendo entre contracción y contracción, por lo que yo estaba muy tranquila. Ahora además, escuchando a Rosario Flores, te sentía clarito dentro mí, emocionándote con aquello de “yo quiero vivir todo, todo; no quiero perderme nada, nada”. Solo hubo un rato en el que dejaste de moverte, pero cuando te pedí si podías moverte un poquito para que la mamá no se preocupase, lo hiciste, y la preocupación se diluyó al instante. Como siempre tu padre me veía hacer y hablarte y se fiaba de mí.
A las dos y media de la tarde la energía empezó a cambiar y las contracciones se hicieron distintas, más suaves, pero me presionaban el ano. Tu padre y yo decidimos que era el momento de ir al hospital. Llamó a un taxi y flipó cuando me vio salir de casa con la pelota de yoga (si me  venía una contracción en la calle la necesitaba para sentarme y pasarla) y los calcetines roñosos.
Llegamos al paritorio en la Clínica Cima justo cuando una familia recibía la noticia de que había nacido su bebé. Nos sumamos a la alegría de los desconocidos entre lágrimas y ese “bo bo bo bo” que yo murmuraba durante las contracciones. Por fin nos atendieron y  una comadrona encantadora me hizo un tacto vaginal y nos felicitó: ¡estábamos de cinco centímetros! Alegría, subidón y muchas ganas de seguir pariendo. Entramos en nuestra habitación de parto a las cuatro menos cuarto, y ahí llegó la que sería nuestra comadrona: Beatriz Hernández, una mujer que no paró de darme ánimos hasta que llegaste al mundo, mi niña. En la habitación tu padre empezó a mover los cachivaches que había para abrirnos espacio, y nos pusimos de nuevo manos a la obra. El dolor empezó a intensificarse y las contracciones seguían llegando cada tres minutos, pero eran distintas, me presionaban el ano y yo buscaba la nueva postura para recibirlas, pero no terminaba de encontrar la posición ideal como me había pasado con las otras contracciones. A tu padre le daba distintas órdenes: “aprieta aquí”, “cógeme las piernas”… Lo más cómico fue cuando le pedí que me hiciese tope en las plantas de los pies mientras yo, sentada en el suelo con la espalda contra la pared, le empujaba a él. Fue cómico porque decidió hacerlo desde un taburete con ruedas y cuando empujé salió rodando hacia atrás mientras yo gritaba “¡aprieta coño!” y él ”¡che, son las ruedas!”. Así seguimos hasta las siete menos diez, cuando volvió a entrar Beatriz. Tras un tacto determinó que estábamos de siete centímetros. Luego nos dijo que la bolsa seguía intacta y que si queríamos podía romperla para acelerar un poquito el parto. Yo tenía la experiencia de haber acompañado el parto de tu comadre en casa, donde tras treinta y seis horas de dilatación la comadrona le rompió la bolsa y aun así tardó nueve horas  más en parir. Así que aceptamos la proposición de Beatriz y lo hicimos. La bolsa se rompió, ella se fue y yo me fui a la pelota a seguir recibiendo contracciones, pero lo que ocurrió después sólo puedo definirlo como un huracán. Empezaron a llegar contracciones mucho más intensas y diferentes. Diferentes porque yo te sentía dentro empujando por salir y para recibir la contracción tenía que empujar y tirar del cuello de tu padre, que ahora ya había dejado de lado el taburete y estaba de pie como un roble para aguantar mi fuerza. Aquello empezó a ponerse muy intenso; yo entre contracción y contracción le decía a tu padre: “estamos descansando, estamos descansado”, para que no se asustase de la intensidad que estaba tomando el asunto y se diese cuenta de que por muy bestias que fueran las contracciones aún me daban un respiro entre una y otra. Pero pasaron veinte minutos y la intensidad siguió en aumento. Yo aullaba con cada contracción, hasta que de aullar pasé a gritar “¡voy a cagar a Sol!”. Sí, hija, aquello en vez de un parto parecía un sketch cómico; así son los padres que has elegido y no nos puedes descambiar. Cuando la comadrona vino y me vio, me preguntó si tenía mucha presión y yo le dije: “voy a sacar a Sol ya”. Ella me dijo que la ginecóloga no iba a llegar a tiempo.  Aún le doy gracias a la vida por ponernos allí a Beatriz , una mujer que se fió de mí. Tal y como iba el parto (llevaba quince horas de parto activo, muy normal en una primeriza), llegar a los 10 centímetros y luego que tu salieras en el expulsivo podrían haber supuesto aún muchas horas. Sin embargo, Beatriz, en vez de tranquilizarme o decirme “no seas exagerada que aún te queda”, se fió de mí. Por eso cuando la miré con los ojos fueras de las órbitas entre contracción y contracción y le grité “¡me la sacas tú!”, ella me dijo “claro que sí, mi niña, te la saco yo”. Y empezó el movimiento. Me subí a la camilla y Beatriz  no sé en qué momento se puso un gorrito, que aun siendo rosa y de  flores, era rollo quirófano. Empezó a ponerse guantes, a dar instrucciones a Carlos, un auxiliar que había allí, a monitorizarme para escuchar tu corazón durante el expulsivo. Hasta ese momento yo había estado en el suelo, en la pelota... (en plan hippie, vaya) y al ver cómo había cambiado el ambiente, yo que nunca he estado en un hospital para nada, se me empezó a secar la garganta. Las contracciones seguían llegando y la sensación de cagar un melón que tanto había leído en testimonios de partos era impresionante. Yo creo que estaba más apabullada por el hecho de que sabía ibas a salir de dentro de mí, por allí abajo, que por el propio dolor. Pensaba “Dios, me voy a romper entera”, pero bueno, también sabía, por los testimonios de tantas mujeres, que era una sensación normal y que tenía que empujar con todas mis fuerzas, que al final, aunque lo parece, no te rompes. A todo esto Beatriz me puso las piernas en unas perneras y me abrió a tope. Yo había luchado por que me dejasen parir a cuatro patas, y tras intentarlo me di cuenta de que tenía que ponerme en manos de ella, porque en ese momento yo ya no tenía control ninguno del parto. Me fié de ella y tal y como me dijo me cogí de unas agarraderas que tenía al lado de las caderas y empujé sin soltar el aire y subiendo la pelvis, y descubrí que Beatriz tenía razón, la fuerza de propulsión aumentaba. De pronto entre pujo y pujo, a las ocho menos cinco, llegó mi ginecóloga, Carmen Guasch, una mujer que recomiendo para todas las mujeres que quieren tener un embarazo y parto respetuoso, pero en el hospital. Carmen llegó diciendo “no entiendo nada, si es primeriza” y cuando se asomó y vio mi vagina me recomendó que no empujara tan fuerte, que el periné aún estaba duro. Yo sabía que lo decía para evitar desgarros. En la consulta, días antes del parto, habíamos hablado del tema de la episiotomía, y ella me había dicho que solo las hacía en caso súper necesario. Yo sé que este es un tema polémico y en Néixer a Casa, donde hicimos la preparación al parto, nos habían dicho que cualquier desgarro es menos malo que una episiotomía. Pero como decidí parir con Carmen no quise entrar en lucha y pensé “mira, ponte en sus manos y confía”. Por eso cuando Carmen me dijo aquello yo, que estaba atravesada por contracciones salvajes ante las que solo podía empujar y que tenía la garganta seca, le dije: “¡rájame y sácame a la niña!”. Tengo que decir que me hizo una rajita muy pequeña de la que me he recuperado enseguida y que apenas he tenido molestias, solo fueron dos puntos y al día siguiente de parir podía andar y hacer pipí sin problemas. Tras la episiotomía tu cabecita salió al siguiente pujo. Ay, mi Sol, con tu cabecita fuera llorabas, yo creo que para complacer a tu padre y que se quedase tranquilo de que estabas bien viva. Al siguiente pujo, Beatriz me dijo “sácatela”, y no sé cómo te empujé,  tu cuerpo salió, te agarré y te puse en mi pecho. El dolor desapareció y tú dejaste de llorar para acomodarte como si ya supieses lo que había que hacer.

Ahora tienes casi dos meses y empiezas a sonreír pillina. A tu padre y a mí nos cuesta recordar cómo era nuestra vida antes de tu llegada. Te cuento cómo naciste porque hacerlo me hace revivir un momento excepcional que nos empoderó y nos dejó alucinados. Y comparto tu nacimiento  mi niña, para animar a tantas otras mujeres y parejas, no a parir de una manera u otra, sino a hacerlo sin miedo y disfrutando.

martes, 12 de septiembre de 2017

HACIA LA UNIÓN, mi Sol

Lágrimas de sorpresa ante ti. Tu ser me llena  y yo sólo deseo apartarme lo suficiente para que salgas a este mundo y lo llenes con  tu magia. 
Un mundo donde por fin comenzamos a renacer hija mía. Sí, las abuelas, las madres, las hermanas... todas empezamos a despertar de un largo letargo. Estamos recordando nuestras manos sanadoras, nuestros vientres sagrados, nuestros ciclos de fuego y de agua. Estamos recogiendo nuestros pedazos llenos de dolor, abandono y rabia, y nos estamos abrazando de nuevo, sintiendo a la gran Madre cada vez que nos atrevemos a tocar nuestras heridas sin pudor. 
Y ellos, mi niña, están empezando a salir de su orgullo, de sus cabezas,  y a mirar a las mujeres de sus vidas de otra manera. Dejando de temernos y  recordando lo próximas que siempre hemos estado. 
Y de esta forma es posible, hija mía,  que veas un mundo donde las mujeres nos acerquemos, llenas de amor y de poder,  a esos  hombres que durante tanto tiempo anduvieron ciegos. Tocando sus pechos y rompiendo sus muros con verdades y paciencia, para que  sus corazones recuerden la ternura que nunca se fue. Y aunque la vergüenza por lo pasado haga difícil a muchos aceptar este abrazo, nosotras no nos iremos a ningún sitio hasta que no hayamos abierto y arrullado hasta el último corazón de esta Tierra. Y no recriminaremos nada, sino que celebraremos esta unión sagrada, este bendito equilibrio, que se dará en el alma de cada mujer y de cada hombre, y en cada calle del afuera... porque así fue, así ha sido y así será siempre.
Unión en plenitud. 

jueves, 6 de julio de 2017

CENTRO

Bajo de esa cuesta empinada donde se  piensan  las cosas. Ese agujero allá arriba que ve el mundo al revés. A veces mi caminar se atasca en la garganta y he de toser la pena de todo un cielo gris, hasta que  el azul del mar se abre y me lleva hasta la orilla del vientre. Ahí me respiro entera y hasta la cima del pico más alto es fagocitada ante la enorme inspiración. Aquí soy mi cuerpo y puedo sentir las raíces que llevan hacia el útero escondido. ¿Para qué?, me pregunto. ¿Para qué este camino de ida y de vuelta? Pero al cabo de los días la cueva nutre mis alas y recuerdo volar. Así que emprendo camino de nuevo, hacia afuera, a veces molesta, a veces contenta, pero siempre hacia adelante en este pendular que me lleva irremediablemente al profundo centro. 

martes, 20 de junio de 2017

HERMANA

Ahora es nuestro momento. Volemos.
He atravesado ríos de fango hasta llegar a esta llanura blanca.
Ahora quiero estar contigo, conmigo en este valle.
Algunos días se cuela el barro entre mis pasos,
pero camino fuerte para desprenderme de la vieja tierra.
He dejado de mirar a través de las rendijas de mi frente,
y he encontrado a nuestros padres.
Hasta entonces no había descubierto lo huérfanas que estábamos.
Ellos. Ellos son el amor que buscábamos.
Ellos son el reflejo de la Tierra que piso y el Sol que nos calienta.
Por eso hubo tantos momentos en que olvidé amarme...
perdida entre una madeja de nubes negras.
Perdona si no te vi a mi lado llorando.
Ahora deshice los nudos a base de golpes y caricias,
he abierto un horizonte nuevo donde abrazarme.
Donde cuidarte.
Ellos me arrullan, ellos nos guardan.
¡Hemos llegado hermana!

miércoles, 14 de junio de 2017

MADRE

He estado perdida en un paraje de razones. He sobrevivido a tormentas y escapado de incendios.  He andado sola con el desamparo anclado en la nuca. He luchado contra la vida tantas veces que mis pies lloran la tierra. Mi espada se ha cansado de apuntar contra enemigos cada día más altos. El hambre me ha desgarrado el corazón, pero no el estómago. Tantas veces preguntándome, ¿qué hago aquí?, ¿quién me dejó sola? 
¿Cuando te olvidé... madre? ¡Madre! ¡Madre! 
Alguna vez creí sentirte en mitad de un estepa, o en el agua de aquel río de plata...pero tú te desvaneciste como una voz lejana. 
Pero llegó el sol y con él mi primavera. No fue fácil volver a encontrarte entre el miedo y la rabia. Quizás pensé que me reñirías por escaparme aquel día. Quizás creí que no te gustaría lo que había hecho con  mi vida. Pero me quedé, exhausta de huir, para ver tu rostro lleno de grietas. 
Tú me dijiste: "mi niña, cierra tus ojos..." 
Y la arruga de mi frente se convirtió en una torre de arena desecha ante tu aliento.
Perdona mi olvido madre. 
Ahora he sentido tus pasos dulces entrando en mi cueva. He sentido tu mano cálida en mi frente y tu voz suave ronroneando en mi oreja. He olido tu blusa de flores. He oído tu canto grave y tu risa lenta. Tu olor a puchero, tu arrastrar de zapatillas y tu pecho abierto. 
Ahora cierro los ojos y te veo. 
Madre, abuela, niña, vieja. 
Tierra, agua, árbol, fuego. 
El olor de mi oscuridad se llenó de   canela. 
Madre, madre, madre. 



jueves, 6 de abril de 2017

LEMURIA

Paisaje de amor. 
Isla de azul intenso del sueño violeta.
Eterna brisa diamantina que mueve risas coralinas. 
Mirada del jade en tus selvas. 
Calma eterna en tus playas de blanca arena. 
Cajita de mi inocencia. 
Recuerdo  iluminado.
Anhelo de un hogar de  mar.
Rayos de colores del cielo más blanco. 
Huevos de dragón son tus regalos. 

                                                            Lemuria, 
isla de grandes razas, 
tus gigantes te guardan como una perla única en las mágicas
                                    líneas del tiempo.  

sábado, 25 de marzo de 2017

EGO, menos censura y más cachondeo.

Hace poco un amigo posteó en su facebook: “Ego, la palabra del Año que todo el mundo parece conocer”. El post ha dado lugar a un montón de comentarios sobre qué es eso del ego, qué coño podemos hacer con él y de dónde mierda sale semejante cosa cuyo único objetivo parece dar por culo. Como yo llevo toda mi vida, como la mayoría de los seres humanos, lidiando con mi ego, comentar su propio post se me ha quedado pequeño, por ello hago el mío. (Escribo esto mientras mi ego me susurra al oído con voz de Smiggle: míoooo, míoooo…”) 
En nuestro mundo al ego siempre le toca ser el malo de la película, esa fuerza invisible, pero maligna y oscura, que lleva al ser humano a caer en la misma piedra una y otra vez. Sin embargo ego tenemos todos y hemos de enfrentarnos cada día con esos aspectos oscuros de nosotros mismos que tanto nos avergüenzan y nos hacen sufrir. Parece que el ego es el enemigo, lo opuesto a toda la luz que llevamos dentro del corazón, en contraposición a las mil voces del ego que salen de la mente, o como yo la llamo: “la loca del coño”. 
Sin embargo algunas de mis experiencias vitales han venido a desafiar este esquema: ego/mente, versus, luz/corazón. En momentos de mi vida he tenido que lidiar con una gran oscuridad que no salía de mi mente, sino de mi corazón en forma de miedo, rencor, culpa... Que saliesen del corazón no quiere decir que luego mi ego no hiciese con todas estas energías de las suyas, es decir, alimentar las heridas con el “pobre de mí”, ¿por qué yo?” y mil y una neurosis y locuras mentales que todos nosotros nos esforzamos tanto por esconder para encajar en el supuesto mundo de “la normalidad”. Llegados a este punto, donde la lucha ante la oscuridad se vuelve más intensa dentro de uno que fuera, (ya no te calma como antes luchar fuera por un mundo mejor, porque la mierda que te sale a ti de dentro amenazando con salir por los poros de tu cuerpo en plan Hulk supera todo lo demás, o lo que es lo mismo, que ya no te soportas), es cuando empezamos a plantearnos qué coño hacer con nuestro ego y como mantenerlo a raya. Porque además todos los mecanismos que tenías para mantener tu oscuridad a raya, ya sea hacer footing o participar en una mani contra Esperanza Aguirre, o cualquier otro enemigo que encarne todo lo que no soportas del mundo, o sea de ti mismo, se van a la carajo. 
Yo llevo años lidiando como las locas contra mi propio ego. Lo admito, a mi ego le gusta el miedo más que a mi Blanca las torrijas. Y vivir con eso en tu día a día cansa. Sin embargo por más que he luchado contra él, demostrándome a mí misma que no, que yo soy valiente y punto, al final no sé cómo lo hago, pero el joío miedo se camufla y me aparece en otra parte. Encima me conoce, es muy suyo y sabe lo que tiene que argumentar para que me tiemblen las piernecicas. Y yo que además de miedosa soy una optimista empedernida no paro de decirle al universo, que yo sé que es perfecto porque lo he leído en algún libro de autoayuda y me encanta la idea porque me mola y tranquiliza: entonces ¿pa que mierda sirve el miedo? ¿Pa qué mierda llevamos tanto oscuridad dentro? ¿Pa qué mierda existe Trump en este mundo?
Y al final nos volvemos a topar con la lucha entre la luz y la oscuridad, que ya lo decía el maestro Jedi Obi-Wan, cuidadín con el lado oscuro. Y es que como muchos dicen, en nuestra 3D todo está polarizado, que si ying y yang, que si salao y dulce, que si luz y oscuridad. En fin que esto es lo que hay y hay que joderse. Pero como yo no me conformo y soy una experta luchadora, hasta el moño de luchar, necesito perspectiva. 
Buscando perspectiva le echo un vistazo al cielo en una noche estrellada y me quedo hipnotizada ante semejante belleza. Inspirada ante esta preciosidad me pongo a pensar que es la oscuridad de la noche la que sostiene a cada estrella, dándole su contexto para que cada una de ella brille a su forma y manera.
Siguiendo esta perspectiva me da por pensar que quizás cada uno de nosotros somos un poquito de polvo de estrellas a la que se le dio la oportunidad de ser por sí misma todo un cielo estrellado. Para ello viajamos a esta Tierra con un puñado de oscuridad en un bolsillo, de la que se encargaría nuestro ego, y un puñado de estrellas en el otro bien escondidas entre nuestros dones y talentos. De esa forma nuestra oscuridad le daría el contexto a esas estrellas para que pudiesen brillar mostrando su forma bien definida y única.
Y visto así, una se atreve a pensar que quizás Trump es el contexto perfecto para que energías como la de la unidad, la igualdad y la libertad puedan brillar en todo su esplendor. Y visto así se me ocurre que mi miedo es el contexto perfecto para que esa voz que surge del bolsillo de las estrellas y me dice: “en verdad no hay nada que temer”, brille en mitad de tantas mentiras que nos contamos y que nos cuentan, como una estrella iluminada. 
Y visto así, se me ocurre que toda esa oscuridad que llevo censurando, rechazando, reprimiendo y azotando, sólo necesita su lugar: ser vista, entendida, reconocida e incluida. Y ahí entiendo que por eso se dice aquello de que el verdadero amor no excluye, INCLUYE.
Y ahí me doy cuenta de que Trump, mi miedo o el vecino que me toca los ovarios, no son más que oportunidades para convertirme en mi propio cielo estrellado. Y ahí me flipo toa y empiezo a ponerlo en práctica, pero seamos sinceros, no te veas lo que cuesta, porque cada una de las células de mi cuerpo está acostumbrada a combatir, y es que las joías reaccionan solas. Pero bueno, en mitad del camino descubro un gran aliado que me ayuda, si no a amar completamente lo que instintivamente rechazo, si a cambiar la actitud de mis células cada vez que miedo o el mundo me toca los cojones: EL CACHONDEO. 
Y mientras me río de mi mierda parece que la distancia que había entre mis logros y mis miserias se hace más pequeña. Y aunque a veces no entienda nada, ni de lo que pasa afuera, ni de lo que me pasa a mí adentro, siempre me queda reírme de todo y dejar que la risa, como una maestra sabia, opere su alquimia para unir luz y oscuridad, corazón y mente y en definitiva, a todos y todas los que habitamos el planeta. 

domingo, 5 de marzo de 2017

MUJERES

Hay un fuego que se cuece lento dentro las raíces de mi familia. Es un fuego que nos une a las mujeres de forma invisible, pero cierta. Es un fuego que no conoce metas; por eso no sé dónde acaban mis hermanas, mis tías, mis madres, mis abuelas...y es la Tierra misma donde se tejen las historias que nos dan nuestra existencia. 
En esta familia nos persiguen los rostros de mujeres enfadadas, rabiosas, locas de impotencia... pero también los rostros de mujeres sumisas sufriendo en silencio, tolerando normas que las ahogan, sonriendo en un océano de dolor y soledad. Todas son espejos de algo que guardamos en nuestro interior, pero han jugado mucho tiempo al escondite entre ellas. 
Hasta hoy. 
Hoy se abrieron los velos y unimos este puzzle de historias para sentirlas a todas. 
Dejamos de huir de los ecos de sus voces y sentimos el anhelo de amor escondido entre los visillos del dolor. 
Gracias madres, tías y abuelas por aguantar carros y carretas. 
Gracias madres, tías y abuelas por sostener vuestro fuego hasta volveros locas. 
Gracias madres, tías y abuelas por sufrir en silencio, por gritar bien alto, por luchar, por perder, por maldecir, por sangrar, por sacrificar tanto y perdonar. 
Sin cada una de vuestras huellas no existirían nuestros pasos buscando una y otra vez su propia senda. Encontrándole el sentido a cada tramo del camino. Uniendo los pasos de todas. Descubriendo que somos la misma, hijas de la Tierra. 
Gracias mujer humana. 
Gracias abuela. ¿Dónde se fue tu fuego? Mira mis ojos y siente la chispa de tantas mujeres que como tú quisieron bailar. Hoy vamos a celebrar que podemos porque ya es diferente. Ahora es diferente. Es el momento para pisar y taconear bien fuerte. Vamos a mirar a los ojos de todas. De las que nunca quisieron, de las que temieron hacerlo y de las que nunca lo intentaron; de las que se lo prohibieron, de las que se negaron, de las que lucharon, de las que enloquecieron. Porque hasta aquí llega este dolor. ADIÓS. 
Adiós a ese dolor de fuego quemándonos por dentro, tiñendo nuestro suelo de rencor y rabia. Adiós a resignarnos a agachar nuestra cabeza para lamentar nuestra suerte y mecernos en la tristeza. Adiós a la ceguera de no ver que somos una sola. 
¿Y el fuego de las que vendrán? 
La puerta está abierta. Sacad vuestro fuego al mundo para bailar, para gozar, para nutrir, para crear, para abrazar, para curar... Para lo que queráis, mis reinas. No estáis solas. En cada esquina una hermana espera para haceros recordar. Y siempre las abuelas, ellas. Que no están, pero están. Sus pies siguen caminado la búsqueda de vuestra libertad, que es la suya, la mía... la de todas. 


                                                                        
Sal a bailar, mi reina, 
                     déjame ver tu chispa
                                   danzando el mundo, niña morena.