Mi niña, llegaste al mundo el 11 de octubre de 2017 a las ocho de la tarde. La noche antes de que cumplieses 40 semanas en mi panza me di cuenta de que había empezado a expulsar el tapón mucoso. Tu padre y yo lo celebramos con alegría y con muchas expectativas de verte la carita pronto, pero esa noche no pasó nada más. Por fin, a la noche siguiente, empezaron las contracciones. Solo llegaban cada media hora, así que sabía que aquello podía alargarse mucho, pero no podía evitar estar muy emocionada. Sin embargo, llegó la mañana, y con ella las contracciones se fueron. Pasé el día diciéndome a mí misma: “calma, Ale, porque esto puede durar días, así que ahorra energía”. Llegó de nuevo la noche y lo mismo: volvieron las contracciones cada media hora. Yo estaba superexcitada entre la emoción, el miedo y la ilusión, pero las contracciones se pararon de nuevo con la luz de mañana. Ya iban dos noches y, a pesar de saberme la teoría, que “el preparto puede durar días”, no podía evitar sentirme impaciente y agotada de esperar. Menos mal que tu padre, con su sabiduría y calma, me dijo que “así tu cuerpo se va acostumbrando”, ayudándome a ver la situación desde otro sitio. Recordé que todo es un proceso y que cada paso es importante, y por fin me relajé. A la tarde decidimos salir a dar una vuelta, y mientras caminábamos por las calles vacías, ya que todo el mundo miraba el discurso de Puigdemont (menudo momento elegiste para nacer, mi niña), yo empecé de nuevo a recibir contracciones, pero decidimos seguir caminando hasta la noche. Cuando llegamos a casa tenía todo el cuerpo dolorido de la tensión de dos días y medio con contracciones. Después de un baño calentito me puse en el salón a hacer estiramientos para intentar liberar un poco ese dolor de regla continuo que se había instalado en mi cuerpo. Los estiramientos que había aprendido durante tu embarazo entrenando con la osteópata Claudia Carol Torres funcionaron de maravilla; no sólo empecé a liberar toda la tensión muscular, sino que empecé a entrar en un estado de calma muy agradable. Luego tu padre me dio masajito aquí y allá y nos acostamos los dos la mar de contentos, eso sí, sin hacernos ninguna expectativa. Pero ahí sí que empezaron a llegar más contracciones cada diez minutos… Yo las recibía tumbada en la cama, intentando no despertar a tu padre, por aquello de que “para qué lo voy a molestar si esto puede durar días”. Pero las contracciones empezaron a picar de verdad; incluso con alguna el corazón se me aceleraba al sorprenderme de pronto la intensidad de la misma. Así que a las cuatro de la mañana pensé “no puedo seguir tumbada, me duele todo“. Desperté a tu padre y nos fuimos al salón. Mientras las contracciones seguían, yo intenté buscar una postura para recibirlas, sobre todo para liberar tensión entre contracción y contracción y no sentir dolor todo el rato. Tu padre, tan respetuoso, me veía hacer y me acompañaba, siempre confiando en mí, a pesar de su miedo a que tú sufrieras dentro mi panza. Me senté en la pelota de yoga, puse la frente sobre el respaldo del sofá , (durante la sesión de Eutokia, parto feliz, con Rut Bordés había descubierto que si presionaba mi frente mi coxis se relajaba), y entonces ¡eureka!, como por arte de magia la tensión se redujo y sentí como si todo mi cuerpo me dijera “ahora sí, desde aquí podemos recibir lo que venga”. Y así fue. Empezaron a llegar contracciones de minuto y medio cada tres minutos, de forma que tu padre y yo supimos que habíamos entrado en la fase de parto activo. ¡Subidón! Las contracciones seguían llegando, ahora como un reloj, cada tres minutos, cada tres minutos. Yo en mi pelota las recibía estirando el cuerpo, sintiendo ese retortijón interior y acompañándolo al abrirme por dentro. Me puse unos calcetines que me ayudaban a resbalar los pies, y cuando llegaban yo abría las piernas e intentaba separar al máximo mi cuello del coxis, estirando, estirando. Era como si supiese qué quería la contracción y al hacerlo no sentía el dolor, tan sólo que me estiraba de dentro afuera. Además entre contracción y contracción tu padre me masajeaba allá donde le indicase cual sargenta, y me ponía la esterilla caliente en la espalda. Yo descansaba y podía hablar, relajarme, reírme… hasta que llegaba la siguiente contracción y con un “ahí viene“ o un “quita” nada cariñoso, tu padre se apartaba y me dejaba hacer a mí. Así estuvimos hasta las nueve de la mañana. Lo único distinto fue una contracción que duró más de la cuenta y con la que al terminar, tu padre, que las cronometraba con una superaplicación que se había bajado para el parto, me dijo sorprendido: “¡esta duró cuatro minutos!”
Con la llegada del sol y el ruido de los vecinos despertándose, nos planteamos si era el momento de ir al hospital. Sin embargo, teníamos miedo de no estar muy avanzados y que en el hospital nos metieran prisa, así que tras descartar un par de ideas, como que tu padre me hiciese un tacto vaginal y me dijese de cuántos centímetros estaba (sí, hija, son ideas que a una se le ocurren cuando va hasta arriba de hormonas), decidimos esperar. Desayunamos, al menos él, porque a mí con las contracciones también me venían náuseas. Después de intentar dormir un rato en el sofá, yo me levanté en plan “nene, esto no se para, vamos de nuevo a la pelota”. Y ahí seguimos, haciendo trabajo de parto, pero a ritmo de Rosario Flores sonando en el ordenador. Las contracciones cambiaron, eran algo más intensas y además ya no me pedían estirar la espalda sino abrir la pelvis, así que con mis supercalcetines, cada vez que llegaban, yo me abría de piernas como si fuese a hacer el espagate, y eso reducía increíblemente el dolor. Desde el inicio del parto activo tú te habías ido moviendo entre contracción y contracción, por lo que yo estaba muy tranquila. Ahora además, escuchando a Rosario Flores, te sentía clarito dentro mí, emocionándote con aquello de “yo quiero vivir todo, todo; no quiero perderme nada, nada”. Solo hubo un rato en el que dejaste de moverte, pero cuando te pedí si podías moverte un poquito para que la mamá no se preocupase, lo hiciste, y la preocupación se diluyó al instante. Como siempre tu padre me veía hacer y hablarte y se fiaba de mí.
A las dos y media de la tarde la energía empezó a cambiar y las contracciones se hicieron distintas, más suaves, pero me presionaban el ano. Tu padre y yo decidimos que era el momento de ir al hospital. Llamó a un taxi y flipó cuando me vio salir de casa con la pelota de yoga (si me venía una contracción en la calle la necesitaba para sentarme y pasarla) y los calcetines roñosos.
Llegamos al paritorio en la Clínica Cima justo cuando una familia recibía la noticia de que había nacido su bebé. Nos sumamos a la alegría de los desconocidos entre lágrimas y ese “bo bo bo bo” que yo murmuraba durante las contracciones. Por fin nos atendieron y una comadrona encantadora me hizo un tacto vaginal y nos felicitó: ¡estábamos de cinco centímetros! Alegría, subidón y muchas ganas de seguir pariendo. Entramos en nuestra habitación de parto a las cuatro menos cuarto, y ahí llegó la que sería nuestra comadrona: Beatriz Hernández, una mujer que no paró de darme ánimos hasta que llegaste al mundo, mi niña. En la habitación tu padre empezó a mover los cachivaches que había para abrirnos espacio, y nos pusimos de nuevo manos a la obra. El dolor empezó a intensificarse y las contracciones seguían llegando cada tres minutos, pero eran distintas, me presionaban el ano y yo buscaba la nueva postura para recibirlas, pero no terminaba de encontrar la posición ideal como me había pasado con las otras contracciones. A tu padre le daba distintas órdenes: “aprieta aquí”, “cógeme las piernas”… Lo más cómico fue cuando le pedí que me hiciese tope en las plantas de los pies mientras yo, sentada en el suelo con la espalda contra la pared, le empujaba a él. Fue cómico porque decidió hacerlo desde un taburete con ruedas y cuando empujé salió rodando hacia atrás mientras yo gritaba “¡aprieta coño!” y él ”¡che, son las ruedas!”. Así seguimos hasta las siete menos diez, cuando volvió a entrar Beatriz. Tras un tacto determinó que estábamos de siete centímetros. Luego nos dijo que la bolsa seguía intacta y que si queríamos podía romperla para acelerar un poquito el parto. Yo tenía la experiencia de haber acompañado el parto de tu comadre en casa, donde tras treinta y seis horas de dilatación la comadrona le rompió la bolsa y aun así tardó nueve horas más en parir. Así que aceptamos la proposición de Beatriz y lo hicimos. La bolsa se rompió, ella se fue y yo me fui a la pelota a seguir recibiendo contracciones, pero lo que ocurrió después sólo puedo definirlo como un huracán. Empezaron a llegar contracciones mucho más intensas y diferentes. Diferentes porque yo te sentía dentro empujando por salir y para recibir la contracción tenía que empujar y tirar del cuello de tu padre, que ahora ya había dejado de lado el taburete y estaba de pie como un roble para aguantar mi fuerza. Aquello empezó a ponerse muy intenso; yo entre contracción y contracción le decía a tu padre: “estamos descansando, estamos descansado”, para que no se asustase de la intensidad que estaba tomando el asunto y se diese cuenta de que por muy bestias que fueran las contracciones aún me daban un respiro entre una y otra. Pero pasaron veinte minutos y la intensidad siguió en aumento. Yo aullaba con cada contracción, hasta que de aullar pasé a gritar “¡voy a cagar a Sol!”. Sí, hija, aquello en vez de un parto parecía un sketch cómico; así son los padres que has elegido y no nos puedes descambiar. Cuando la comadrona vino y me vio, me preguntó si tenía mucha presión y yo le dije: “voy a sacar a Sol ya”. Ella me dijo que la ginecóloga no iba a llegar a tiempo. Aún le doy gracias a la vida por ponernos allí a Beatriz , una mujer que se fió de mí. Tal y como iba el parto (llevaba quince horas de parto activo, muy normal en una primeriza), llegar a los 10 centímetros y luego que tu salieras en el expulsivo podrían haber supuesto aún muchas horas. Sin embargo, Beatriz, en vez de tranquilizarme o decirme “no seas exagerada que aún te queda”, se fió de mí. Por eso cuando la miré con los ojos fueras de las órbitas entre contracción y contracción y le grité “¡me la sacas tú!”, ella me dijo “claro que sí, mi niña, te la saco yo”. Y empezó el movimiento. Me subí a la camilla y Beatriz no sé en qué momento se puso un gorrito, que aun siendo rosa y de flores, era rollo quirófano. Empezó a ponerse guantes, a dar instrucciones a Carlos, un auxiliar que había allí, a monitorizarme para escuchar tu corazón durante el expulsivo. Hasta ese momento yo había estado en el suelo, en la pelota... (en plan hippie, vaya) y al ver cómo había cambiado el ambiente, yo que nunca he estado en un hospital para nada, se me empezó a secar la garganta. Las contracciones seguían llegando y la sensación de cagar un melón que tanto había leído en testimonios de partos era impresionante. Yo creo que estaba más apabullada por el hecho de que sabía ibas a salir de dentro de mí, por allí abajo, que por el propio dolor. Pensaba “Dios, me voy a romper entera”, pero bueno, también sabía, por los testimonios de tantas mujeres, que era una sensación normal y que tenía que empujar con todas mis fuerzas, que al final, aunque lo parece, no te rompes. A todo esto Beatriz me puso las piernas en unas perneras y me abrió a tope. Yo había luchado por que me dejasen parir a cuatro patas, y tras intentarlo me di cuenta de que tenía que ponerme en manos de ella, porque en ese momento yo ya no tenía control ninguno del parto. Me fié de ella y tal y como me dijo me cogí de unas agarraderas que tenía al lado de las caderas y empujé sin soltar el aire y subiendo la pelvis, y descubrí que Beatriz tenía razón, la fuerza de propulsión aumentaba. De pronto entre pujo y pujo, a las ocho menos cinco, llegó mi ginecóloga, Carmen Guasch, una mujer que recomiendo para todas las mujeres que quieren tener un embarazo y parto respetuoso, pero en el hospital. Carmen llegó diciendo “no entiendo nada, si es primeriza” y cuando se asomó y vio mi vagina me recomendó que no empujara tan fuerte, que el periné aún estaba duro. Yo sabía que lo decía para evitar desgarros. En la consulta, días antes del parto, habíamos hablado del tema de la episiotomía, y ella me había dicho que solo las hacía en caso súper necesario. Yo sé que este es un tema polémico y en Néixer a Casa, donde hicimos la preparación al parto, nos habían dicho que cualquier desgarro es menos malo que una episiotomía. Pero como decidí parir con Carmen no quise entrar en lucha y pensé “mira, ponte en sus manos y confía”. Por eso cuando Carmen me dijo aquello yo, que estaba atravesada por contracciones salvajes ante las que solo podía empujar y que tenía la garganta seca, le dije: “¡rájame y sácame a la niña!”. Tengo que decir que me hizo una rajita muy pequeña de la que me he recuperado enseguida y que apenas he tenido molestias, solo fueron dos puntos y al día siguiente de parir podía andar y hacer pipí sin problemas. Tras la episiotomía tu cabecita salió al siguiente pujo. Ay, mi Sol, con tu cabecita fuera llorabas, yo creo que para complacer a tu padre y que se quedase tranquilo de que estabas bien viva. Al siguiente pujo, Beatriz me dijo “sácatela”, y no sé cómo te empujé, tu cuerpo salió, te agarré y te puse en mi pecho. El dolor desapareció y tú dejaste de llorar para acomodarte como si ya supieses lo que había que hacer.
Ahora tienes casi dos meses y empiezas a sonreír pillina. A tu padre y a mí nos cuesta recordar cómo era nuestra vida antes de tu llegada. Te cuento cómo naciste porque hacerlo me hace revivir un momento excepcional que nos empoderó y nos dejó alucinados. Y comparto tu nacimiento mi niña, para animar a tantas otras mujeres y parejas, no a parir de una manera u otra, sino a hacerlo sin miedo y disfrutando.
Alucinante el relato. Vivencias que no se olvidan y perduran con el tiempo.
ResponderEliminarAsí es. Gracias María.
EliminarHe llorado desde la primera linea. Yo, que no he parido, ni voy a parir, he sentido cada momento como si fuese mío. ¿Recuerdos de otra vida? Quién sabe... Me gustas tanto, tanto, amiga. Felicidades
ResponderEliminarGracias preciosa, un hilo invisible pero fuerte nos une a todas! te quiero
EliminarEstá precioso, Alejandra! Me reí mucho, y al mismo tiempo, me pareció muy educativo por lo real: tantas cosas que no se cuentan y que aquí son explicadas con detalle y sensibilidad que podía imaginarlas muy bien.
ResponderEliminarEs Ana Lucía :)
Gracias guapa! Muchos besitos y a ver si nos vemos y le echas la carta astral a la Sol jejejeje, mua!
EliminarEstá precioso, Alejandra! Me reí mucho, y al mismo tiempo, me pareció muy educativo por lo real: tantas cosas que no se cuentan y que aquí son explicadas con detalle y sensibilidad que podía imaginarlas muy bien.
ResponderEliminarEs Ana Lucía :)
Relato hermoso , amor miedo rabia y al final el milagro......la vida
ResponderEliminarGracias por compartir