Sebastián mira por la ventana.
Pero no ve las calles. No ve los coches. No ve el parque. Se ve a sí mismo hace
cuarenta años. Soñador…arrogante. Hace tiempo que asumió las lecciones. Su
propia ingenuidad. Su ceguera. Nunca más. Ha sido suficiente para una sola
vida. En días como hoy la cabeza se le
pone en pie de guerra. Le repite recuerdos para intentar comprender. Algún
hueco por donde huir a la decepción. Se ve a sí mismo en aquellas charlas que
duraban toda la noche. Fumando como lo hacían los demás. Gritando, riendo…con
la razón en la boca y un pitillo en la mano. Su capacidad de espanto
intacta. Tantos amigos. Cada uno ha
resuelto como ha podido. La vida. Agradece su piel arrugada, su cuerpo cansado.
Pero en días como hoy su mente está en el pasado. Reviviendo una y otra vez los
mismos errores. Se ve saliendo de casa con aquella mochila de cuero gastada. Su
madre en la puerta. Llorando. Él hacia delante. El último ladrillo de un muro
enorme. Detrás el miedo a la muerte. Recuerda
el momento exacto de su niñez en que la
idea del fin apareció. Muchos muertos en
su pueblo, pero aquel era su amigo. Le dejaba comer alguna fruta mientras su
madre compraba. Coge unas cerezas Sebastián. Muerde una manzana muchacho. La mañana del entierro la vida era aún dulce.
Luego se zafó del brazo de su madre para mirar dentro de la caja. Aquel que fue
su amigo estaba quieto, blanco, perdido.
Sólo fueron tres segundos, pero
terminaron con su infancia. Llegó a comprender
que aquel miedo no venía de fuera. Estaba dentro. El peligro inherente en la
propia vida. Era como una piedra en el estómago. Como unas gafas que ofrecían una nueva visión oscura del
mundo. Descubrir la vulnerabilidad en su
madre lo más insoportable. Siempre había estado allí, pero sólo ahora la veía. La adolescencia llegó cargada de ideas nuevas.
De amigos, de charlas. Aquellos ideales lo alejaban del miedo de su niñez. Hasta que el muro estuvo listo y pudo empezar otra
vida. Adiós mamá. Prefiero dejarte a perderte. Todo lo que vino después tan brillante. Y sin embargo es
lo que duele. Sus decisiones caen a plomo sobre sus hombros. El muro se resquebraja y vuelve a sentir el miedo a la muerte.
Exactamente con la misma intensidad. Inexorable. En aquellos años de peligro
real jamás pensó: podría morir. Tan claro su objetivo que no cabía la
confusión, ni estorbaba la duda. El
cuerpo al servicio de la acción clara y directa. La lengua poniendo puntos finales a sus grandes ideas. El
mundo de su parte y el enemigo en rótulo luminoso. Todo tenía la dosis justa de satisfacción.
Después de una misión beber una cerveza algo
extraordinario. Los hechos cotidianos llenos de matices. Ahora ya no hay
rótulos. Sólo una neblina constante. Pero
hay algo que es mejor. Ya no se siente responsable del mundo que ve a través de
la ventana. Ya ha dado bastante, que luchen otros. Se pregunta en qué momento
exacto todo empezó a tambalearse. Su seguridad, la de sus compañeros. Quizás con la primera decepción. Buscó la
solución en sus libros y no encontró nada. La semilla de la duda plantándose
en su cabeza. Frases hechas sobre la coherencia saltando de su boca a la oreja
del primero que quisiera escucharlo. Cada cual reaccionando a su manera,
después de años reaccionando en manada. Manada unida, manda segura, manada
justa. El caos llamando a la puerta. Cada nueva misión más compleja. Y el mundo
yendo solo hacia su destino. Los hechos sucediéndose extraños. Ajenos a ellos.
Él luchando por ese mundo que ahora se mostraba indiferente. Hubiera dado lo
mismo. La primera vez que tuvo este pensamiento se le heló la sangre. Hubiera
dado lo mismo. Luchar o no, habría dado lo mismo. Después de tanta lucha,
quizás las cosas tenían su propio camino. Al sentir que toda su vida había sido
apretar lo inabarcable quiso rebobinar y volver a decidir. Y sin embargo una parte de sí, soñó con un
mundo mejor. Pero la decepción lo llenó
todo, enmarañando sus razones. Hoy mira la ventana y no ve. Quizás mañana le
traiga el olvido y pueda ver las calles, los coches, el parque.
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