¿Cómo decirle que tiene que irse , si toda su vida
son esas montañas nevadas? Sebastián... zurrón al hombro y
mejillas coloradas. Coloradas de salud, de aire puro , de frío que
corta la cara y despierta el alma. Su madre entra la leña en la
cabaña mientras Sebastián aún duerme en su jergón tirado en el
suelo. La cabaña es un solo espacio con una cocina y una chimenea.
Allí duermen, cocinan y comen, allí comparten la lentitud de sus
monótonas vidas. Mientras Carmina enciende el fuego y pone la
cafetera va pensando las palabras de despedida. Le ha dado mil
vueltas, pero no encuentra una palabra que no hiera, que no desgarre
el aire de la cabañita una vez dicha. Retarda la hora de
levantar a Sebastián, quizás mañana ya no esté. Saborea su café,
pero su saliva amarga apenas le deja tragarlo. Ha de ser así
Carmina, se repite a sí misma una y otra vez. No seas egoísta, ¿qué
futuro tiene aquí el muchacho? Ha de salir y ver mundo. No puedo
condenarlo a esta nada de días vacíos. La garganta se le aprieta al
imaginarse sola en la cabañita sin su Sebastián. Sin sus abrazos,
sus ronquidos, sus ocurrencias de niño de montaña, su constante
presencia protegiéndola. Su cuerpo de niño se ha hecho hombre y
choca con los pocos objetos que hay en la cabaña. Una silla, una
mesa, una lámpara de mimbre que cuelga de un techo demasiado bajo.
Los pies se le salen del jergón como si fuera un ogro chapoteando en
su charca. Cuando se vaya no lo oirá a lo lejos hablándole a las ovejas, ni sus pequeños logros del día contados pausadamente cada noche a la
luz de la candela. Carmina suspira, pero cuando piensa en el día que ella muera y en la soledad de Sebastián allá arriba, como un ermitaño a la fuerza,
todo contemplación y ovejas hambrientas, sabe que ha de obligarlo a
marcharse, a que construya su hogar. Sebastián gruñe y se
despereza. Abre los ojos con la sonrisa que anticipa un buen cafelito
caliente. Cuando ya está sentado junto a ella, Carmina le pone una
mano en la mejilla. Hijo mío, hoy llevarás más cerca a esas ovejas
y comerás aquí conmigo. Luego cogerás tus cosas, harás tu petate,
y te marcharás. Sebastián intenta rechistar, pero está tan
acostumbrado a obedecer que no le salen las palabras. Ceñudo se levanta, coge su zurrón y sale de la cabañita con paso pesado. Como cada mañana empieza el pastoreo, pero hoy muerde inquieto su palillo mientras las ovejas pacen. Ni siquiera le grita a una que extravía. Se acerca a ella pensativo y la devuelve al redil. Al acabar la mañana vuelve con ellas a paso tranquilo y entra en la cabaña. Suelta con cuidado el zurrón y se acerca tierno a su madre. La mira despacito y la abraza. Carmina aguanta el abrazo prieta, pero al
sentir la mejilla de su hijo en su frente se derrumba y comienza a
temblar. Sebastián mira sus lágrimas y el alivio le recorre el
espinazo al comprender que ella no quiere que se marche, sólo siente que es su deber dejarlo marchar. Ma, no llores Ma. No me voy
Ma, me quedo aquí contigo. No puedo condenarte a esto
Sebastián, replica su madre entre sollozos. Has de marcharte hijo,
es ley de vida. No quiero morirme y dejarte aquí solo y aislado de
la vida. Sebastián ríe y aparta a su madre para mirarla de frente,
directamente a esos ojos enmarcados de arruguitas inquietas. Ay Ma, si es por eso, cuando tú te mueras no me quedaré solo. Me quedo con las montañas y las ovejas. Quédate tranquila Ma, no me voy ninguna parte. Yo soy esta tierra, estos montes, si me voy me quedo sin piernas. Carmina mira a su hijo conmovida y tarda un rato en comprender. Mira
los ojos negros y profundos de Sebastián y ve en ellos las montañas nevadas, los bosques de pinos, los rayos del sol sobre el río helado. Luego cierra
un instante los suyos y decide confiar en el muchacho. Se abraza sonriendo a su hijo y agradece al cielo cada día de su pequeñas existencias.
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