viernes, 23 de agosto de 2013

CANICAS

La primera vez que lo vi yo tenía seis años y era el día de Nochebuena. Caminaba de la mano de mi madre entre los pasillos de un gran supermercado. Al dejar atrás los turrones me lo encontré con las manos metidas en un cesto de piñones. Sus manos escarbaban hacia dentro y con los ojos cerrados sonreía satisfecho. Escapé de la mano de mi madre y metí las mías en aquel cesto mágico. Él me miró un instante y comenzamos a reír y a escarbar gozosos hasta que por un momento los dos fuimos siameses. Mi madre rompió el momento agarrándome del chaleco y sacándome de allí a rastras mientras yo pataleaba. Antes de desaparecer por el pasillo de los congelados intenté alzar mi mano a modo de despedida, pero él ya tenía los ojos cerrados y todo su ser en el cesto mágico.
La segunda vez que lo vi era el uno de Enero y con mi hermana Nuri, que es diez años mayor que yo porque yo vine a este mundo inesperadamente, paseábamos a Tubo, nuestro perro salchicha. Yo llevaba a Tubo arriba y abajo mientras mi hermana, repantigada en un banco, hablaba con su novio por teléfono.  Entonces lo vi en los columpios. Tiré de Tubo y al instante me presenté. Martín me dijo su nombre y saco una bolsa de canicas. Nos pusimos a jugar mientras Tubo hacía caca en el tobogán. Después de un rato mi hermano gritó mi nombre y esta vez si pude despedirme de Martín como Dios manda. 


Durante el resto de las vacaciones acompañé a Nuri a sacar a Tubo y así jugaba con Martín a canicas, cromos o averigua donde está la caca. Al acabar la semana los Reyes me trajeron un montón de juguetes, pero lo único que yo deseaba era jugar con las canicas mágicas de Martín.

El primer día de cole comenzó con una reunión entre padres, alumnos y profe. No recuerdo mucho de aquella reunión, sólo la parte en la que nuestra profe nos presentó a un “nuevo compañerito con necesidades especiales”. En ese momento Martín entró en el aula acompañado de un señor que lo abrazaba con mucho cariño y vergüenza. Y de pronto y por primera vez me di cuenta de las orejas tan enormes que salían de la cabeza de Martín. Su padre hacía lo imposible por esconderlas, pero éstas se le escapaban por entre los antebrazos buscando aire. Martín sonreía sin darse cuenta de los esfuerzos de su padre por tapar su desproporción. Cuando de pronto me miró y me sonrió no pude evitar gritarle: 
¡ Martín, pero qué orejas más grandes! Los dos comenzamos a reírnos cuando su padre enrojeció y yo recibí una fuerte cachetada de mi madre. Miré muy enfadada a mi madre porque no sabía qué había hecho mal, pero por su cara y el silencio tenso que se generó alrededor entendí que estaba relacionado con Martín. Por ello para ahorrarme problemas en el futuro tomé la peor decisión de mi infancia: evitar a Martín en el colegio.
Durante el curso aprendí a ignorar a Martín en clase, en el recreo y en el comedor. Cuando llegaba la tarde y sacaba a pasear a Tubo entraba de nuevo en el mundo de Martín y las canicas mágicas. Martín jamás me reprochó que le ignorara durante el día, a la tarde jugábamos juntos y reíamos como siempre. Así pasaron los años y creo que fue al cumplir los trece que empecé de manera progresiva a ignorar a Martín también  en el parque. Iba con mis amigas y hablábamos de chicos, ropa o televisión, y cuando veía a Martín jugando con sus canicas le daba la espalda.
Ahora tengo 32 años y hace tiempo que vivo lejos del barrio de mi infancia. No he vuelto a pensar en Martín hasta ayer por la noche. Fui al teatro con amigos a ver un espectáculo de improvisación. Al entrar en la sala vimos que las tres primera filas estaban ocupadas por un grupo con “necesidades especiales”. Nos habían colocado una fila tras ellos. Antes de sentarme en mi butaca observé que el chico que tenía delante e iba en silla de ruedas, aplastaba algo entre sus manos. Aguanté de pie por curiosidad y cuando abrió las manos apareció una bolsa de canicas. Por un momento me quedé congelada en mitad del patio de butacas. Cuando reaccioné me salió un grito de la garganta y casi me ahogo en mi propio llanto.
Hoy me he levantado y he conducido hasta el barrio de mi infancia. He aparcado en frente de la casa de Martín. Su padre me ha abierto la puerta y me ha llevado hasta la habitación de su hijo. Martín , que es ahora un señor de orejas gigantes, estaba jugando con sus canicas mágicas. Mientras encontraba la forma de quizás pedirle perdón, Martín me ha sonreído. Me he dado cuenta de que no era a él al que había hecho daño ignorándolo. Me he sentado junto a Martín en el suelo, hemos jugando a las canicas y he ido recuperando la forma en la que veía el mundo a mis seis años. Su padre se ha quedado en la puerta, observándonos con esa mirada suya llena de cariño y vergüenza.





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