Clara coge su madeja y la enreda frenética. Al cabo de un tiempo para agotada, mira al frente, pero no ve nada, tan sólo la madeja enredada. Asustada intenta desenredarla desesperadamente. Más fuerte, más fuerte, más intensamente para dejar huecos entre la lana que le permitan entrever el horizonte. Sufre mucho, pero también se siente entetenida, tanto que olvida que ha sido ella la que enredó su madeja. Los mejores días consigue abrir huecos tan anchos que sólo ve el horizonte. Un horizonte naranja donde el sol juega entre las nubes. Clara hace fuerza para mantener el hueco abierto, pero llega un momento en que se engancha de nuevo con la lana, y aunque lo que quiere es separarla, termina enredándose en ella, anudándola de tal manera que tapa su visión. Hay días que odia la madeja, días que se odia a sí misma por su torpeza y días que agotada cierra los ojos y se hace un ovillo. Pero también hay días, los mejores, en que mira su madeja y una risa tonta le atraviesa la garganta. Entonces la lana se hace transparente y deja al descubierto la bóveda celeste.
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