viernes, 30 de agosto de 2013

LUZ CALIENTE

No hay nada que tirar en esta caja.

Esta caja está hecha del tiempo.

Del hilo que tejió nuestra existencia, 

del deseo parido y del hastío muerto. 

Esta caja es tuya y mía.

En ella están nuestros momentos.

En ella hablan nuestros hijos.

En ella el eco de nuestros ancestros.

Esta caja es para siempre.

Existe, tú y yo la hicimos posible.

Mírala tomar vida, andar sola.

Una red cristalina y azulada

de siluetas entretejidas cubre su tapa.

Dentro palpita un corazón espeso

hecho de sangre y de hueso.

En ella late la memoria viva

de un empeño  de amor inagotable.

Cada objeto libre en esta caja

deja una estela , dibuja camino.

Aislado, traza abandono y tizna

con polvo de miedo su soledad.

Junto a ti, oye el latido de su origen

y apasionado tiñe el vacío de paz.

Esta caja... sueño vivo de luz caliente a la que llaman Tierra.  


domingo, 25 de agosto de 2013

NACER

Y entonces empezó a caminar.
Y al levantar la vista lo vio
pero no quiso caminar por él.
Porque sintió que ya era tarde
bajó los ojos hacia el ombligo.
Paró en seco sus pasos y renunció a todo,
dejó que la pena golpeara y cayó en la tierra.
Y se dejó llorar y lloró por tantas cosas, suyas y de otros,
y lloró por lo perdido y por lo que perdería,
y lloró por no entender y por lo que entendería.
Y así un día agotó el llanto y siguió andando
para no llegar nunca porque ya estaba dónde quería.
Y siguió caminando atravesando el silencio.



sábado, 24 de agosto de 2013

SOL ROJO


Nadie hablaba de la sed. La sed terrible que se siente al volver de un viaje en el tiempo. César agarró la botella de agua y se la bebió de un solo trago. Agarró un boli y escribió en su cuaderno personal: César niño asocia el abandono con el cloro de la piscina. Yo no soy alérgico al cloro. Después dejó el cuaderno a un lado y se quedó dormido en el sofá. Al cabo de un par de horas despertó y miró su salón desordenado y sucio. La sensación de vacío volvió a su estómago y con ella la impaciencia por sacársela de encima. Hacía siete meses que había comenzado la terapia temporal. Ya había realizado siete viajes en su línea de tiempo personal. De momento había desecho nudos en cada viaje, pero no el nudo que proyectaba ahora en su presente y que no le dejaba respirar. Todo había empezado hacía siete meses con la alineación del sol de su planeta con otros soles de la Galaxia. Al llegar más luz al planeta se había elevado la velocidad de vibración de las moléculas; esto afectaba a todos los seres vivos del plantea Nabia, incluidos los humanos. Para muchas personas el cambio había sido progresivo, por lo que habían podido integrar la nueva vibración de forma paulatina. Pero para César había sido abrupto. Un día estaba satisfecho con su vida y al otro su vida era una pesada piedra en el estómago. El Gobierno había hecho una campaña alertando sobre las posibles consecuencias ante el cambio vibracional, por lo que César sabía la causa de su malestar. Había aguantado un par de días y al tercero había ido a visitar a su previsor de cabecera. Éste tras un examen holístico le había derivado a un terapeuta temporal.
La terapeuta se llamaba Ana y había decidido buscar en la infancia de César. Siempre empezaba las sesiones indagando en sus vivencias hasta los cinco años. Cuando localizaban algún hecho relevante Ana pedía permiso al niño interior de César para ocupar junto a él su presente. Esto evitaba que al volver del viaje el recuerdo se hubiese rediseñado en la mente de César, al haberle sumado en el pasado un elemento nuevo. César entraba en uno de los barriles del tiempo y su conciencia llegaba al momento en cuestión. En su primera sesión había entrado en el barril y al instante había aparecido en la fiesta de su cuarto cumpleaños. Su cuerpo, sus pensamientos y sus emociones eran los de su yo de cuatro años, pero con la diferencia de que su yo adulto también estaba allí para observarlo todo. El viaje había sido integralmente vivencial. Había recibido el regalo de su madre Claudia y al abrirlo había gritado eufórico. Era un cohete teledirigido. Lo había sacado de la caja y su madre le había ayudado a montar las piezas. Al cabo del rato se habían dado cuenta de que el cohete estaba incompleto. Faltaba una pieza. César había comenzado a llorar, su madre le había arrancado el juguete de las manos y había lanzado el cohete contra la pared. Luego había agarrado a César, lo había arrastrado hacia su habitación y había cerrado la puerta. Dentro de su habitación César se había quedado a oscuras y confuso, pero ahora con su yo adulto observando cada emoción y pensamiento. En los viajes, cuando el adulto cree haber resuelto el conflicto, cierra los ojos y el barril lo proyecta de nuevo a su presente y espacio personal. Al llegar escribe en un cuaderno la toma de conciencia. Ni siquiera la comenta con la terapeuta, ya que se da por supuesto que una toma de conciencia es una experiencia integral y sólo comprensible para el sujeto que la vivencia. En este caso, observando a su niño dentro de su cuarto y a oscuras, César había decidido tener suficiente, así que había cerrado los ojos y había aparecido en su presente en el salón de su casa. Al llegar había escrito en su cuaderno: César niño asocia la expresión de sus emociones negativas con los estallidos de ira de su madre. Yo me permito expresar mis emociones negativas sin miedo al rechazo de los otros. De este modo  había viajado siete veces llevando la luz de su propia compresión a aquellos estallidos de incomprensión que se habían convertido en patrones de su comportamiento presente. Había veces que el adulto tenía que repetir el mismo viaje varias veces, ya que las emociones del pasado lo arrastraban de tal modo que quedaba suspendido en el barril sin ser capaz de volver. En este caso la terapeuta esperaba un tiempo prudencial y procedía a la vuelta dirigida. El viaje se repetía hasta que el adulto era capaz de observar y comprender junto a su yo anterior sin verse arrastrado de nuevo a la situación pasada. Cada viaje de César había sido un éxito.
Ahora César, de vuelta de su séptimo viaje y curado de su alergia al cloro, seguía percibiendo su vacío existencial. Se sentía frustrado y enfadado consigo mismo por sentirse así.  A su alrededor muchos amigos ya habían integrado el cambio y se mostraban radiantes. Su hermana Natalia por ejemplo decía que había empezado a experimentar una conexión profunda con los musgos, e incluso decía estaba aprendiendo a comunicarse con ellos. Su amigo Raúl había dejado su trabajo en la empresa Naval de Nabia y se había trasladado al planeta Zenit para intentar ganarse la vida con su música atómica. César compartía la alegría con ellos y se avergonzaba de su incompetencia. Había algo que le impedía integrar la nueva vibración. Un obstáculo que siempre había estado allí, pero que debido al aumento de luz, se había convertido en una gran sombra.
Cuando llegó a su octava sesión de terapia temporal Ana fue muy clara con él.
- El nudo no está en tu infancia. De nada nos sirve seguir investigando por allí. Vamos a cambiar de estrategia. Vayamos a tu árbol genealógico,  cuéntame  cosas de tus abuelos.
César comenzó a contarle lo que sabía de sus abuelos. Había compartido mucho con los maternos, pero a los paternos no los recordaba. Su padre Germán se había ido de casa cuando él tenía tres años, el día que comenzaron sus clases de natación y le apareció la alergia al cloro. Con su padre también habían desaparecido sus abuelos. Por lo que él sabía habían vuelto a la Tierra y su abuela Luna y su abuelo Jacinto, habían muerto de viejos hacía un par de años.
- Así que eran terrestres. Es interesante, la Tierra es famosa por su densidad.  En la época de tus abuelos fueron muchos los que emigraron a Nabia; traían un sistema familiar muy patriarcal. Podríamos investigar en la vida de tu abuelo Jacinto. ¿Te apetece un viaje a la red familiar paterna?- le propuso Ana.
César conocía la técnica de descodificación genética temporal. Se basaba en la creencia de que los problemas no resueltos de nuestros ancestros se heredan. Consistía en viajar más allá de la vida de uno y adentrarse en una zona de conciencia del árbol genealógico, es decir, en experimentar las vivencias de un antepasado en primera persona a la vez que tú verdadero yo observaba.  Ana le estaba proponiendo la vida de su abuelo paterno. Así que si se lanzaba viviría alguna de las experiencias de éste en su propia piel. No tenía idea de cómo funcionaba, pero estaba dispuesto a probarlo todo. Ana lo acompañó a un barril y comenzó a hablar.
- Antes de entrar en el barril le pido permiso a tu abuelo Jacinto  para llevar tu presencia a sus experiencias y así comprender el rastro de ellas en tu vida. Viajarás por la línea temporal de tu abuelo a  diferentes momentos de su vida.  Al pasar de uno a otro sentirás un tirón  en la nuca. Suerte César y recuerda apuntarlo todo cuando vuelvas a casa. Hasta la próxima sesión.
César cerró el barril y al instante apareció en el puerto espacial de Nabia. Habitaba el cuerpo, las emociones y los pensamientos de Jacinto. Era como ser el mismo Jacinto, a diferencia de que su yo actual, César, estaba allí observándolo todo. El puerto estaba atestado de personas bajando de naves de transporte terrestres. La indumentaria de la gente recordaba a una época muy anterior. Jacinto  estaba saliendo de una las naves junto con su mujer y su hijo de cinco años. Una fuerte oleada de amor incondicional lo atravesó al mirar a su hijo agarrado a la mano de su madre. En su mente percibió muy fuerte el propósito de mejorar la vida que tenían en la Tierra. Bajaron de la nave y cuando Jacinto vio acercarse a los burócratas locales una sensación de miedo atenazó su estómago. Estos comenzaron a hablar en un idioma extraño mientras los apuntaban con enormes linternas fotónicas. De pronto César sintió un impulso en la nuca y supo que ese momento había acabado. El barril lo llevó hacia delante a otro momento de la vida de su abuelo. Ahora Jacinto estaba  en una casa enorme.  De pie en un gran salón observó una foto que colgaba de la pared. En ella Jacinto vio a su hijo, junto a Claudia, la mujer Nabiense con la que se había casado hacía dos años, y un carrito donde dormía su nieto César.  En este instante César sintió cierto vértigo al verse a sí mismo a través de los ojos de su abuelo, pero respiró y se mantuvo sereno. se recordó que sólo estaba allí para observar.  Jacinto apartó la mirada de la foto y la posó en la ciudad tras la ventana.  Era Claus, la capital de Nabia. César notó que  aún faltaban las famosas torres fotónicas que la habían hecho la principal ciudad turística de la Galaxia. Jacinto miró  al cielo y al ver el sol rojo de Nabia sintió un odio visceral.  También miró su piel manchada y supo que aquel sol le estaba matando. Detrás suya se abrió una puerta y por ella apareció su hijo Germán. Jacinto sintió una fuerte oleada de amor incondicional. Sin embargo César, al ver a su padre tal y como lo recordaba por última vez, sintió una oleada de rencor  que amenazó con entrar en juego y ponerse en lucha con el amor que sentía Jacinto. Por un momento pensó que era curioso como una misma persona podía provocar emociones tan diferentes. Respiró y dejó atrás el rencor hacia su padre para poder vivenciar limpiamente la experiencia de su abuelo. Jacinto miró a su hijo y vio que traía consigo maletas y pasajes de vuelta a la Tierra. Sintió un gran alivio y se acercó a abrazarlo. En ese momento César comprendió. Estuvo a punto de cerrar los ojos y volver a su presente, pero esperó y experimento el abrazo,  sintiendo  como el orgullo paternal llenaba cada una de sus células.  Tras ésto cerró  los ojos y apareció en su casa. Bebió agua, agarró boli y cuaderno y por primera vez  sin la sensación de vacío en su estómago escribió: Mi abuelo Jacinto asoció el desarraigo al brillante sol de Nabia. Yo permito que la nueva luz de Nabia entré en mi interior sin miedo a perder mi hogar. Cuando iba a cerrar el cuaderno se quedó un instante pensando. Luego lo abrió de nuevo y escribió: Mi padre se fue de Nabia para salvar la vida de su padre. Yo perdono a mi padre.






viernes, 23 de agosto de 2013

CANICAS

La primera vez que lo vi yo tenía seis años y era el día de Nochebuena. Caminaba de la mano de mi madre entre los pasillos de un gran supermercado. Al dejar atrás los turrones me lo encontré con las manos metidas en un cesto de piñones. Sus manos escarbaban hacia dentro y con los ojos cerrados sonreía satisfecho. Escapé de la mano de mi madre y metí las mías en aquel cesto mágico. Él me miró un instante y comenzamos a reír y a escarbar gozosos hasta que por un momento los dos fuimos siameses. Mi madre rompió el momento agarrándome del chaleco y sacándome de allí a rastras mientras yo pataleaba. Antes de desaparecer por el pasillo de los congelados intenté alzar mi mano a modo de despedida, pero él ya tenía los ojos cerrados y todo su ser en el cesto mágico.
La segunda vez que lo vi era el uno de Enero y con mi hermana Nuri, que es diez años mayor que yo porque yo vine a este mundo inesperadamente, paseábamos a Tubo, nuestro perro salchicha. Yo llevaba a Tubo arriba y abajo mientras mi hermana, repantigada en un banco, hablaba con su novio por teléfono.  Entonces lo vi en los columpios. Tiré de Tubo y al instante me presenté. Martín me dijo su nombre y saco una bolsa de canicas. Nos pusimos a jugar mientras Tubo hacía caca en el tobogán. Después de un rato mi hermano gritó mi nombre y esta vez si pude despedirme de Martín como Dios manda. 


Durante el resto de las vacaciones acompañé a Nuri a sacar a Tubo y así jugaba con Martín a canicas, cromos o averigua donde está la caca. Al acabar la semana los Reyes me trajeron un montón de juguetes, pero lo único que yo deseaba era jugar con las canicas mágicas de Martín.

El primer día de cole comenzó con una reunión entre padres, alumnos y profe. No recuerdo mucho de aquella reunión, sólo la parte en la que nuestra profe nos presentó a un “nuevo compañerito con necesidades especiales”. En ese momento Martín entró en el aula acompañado de un señor que lo abrazaba con mucho cariño y vergüenza. Y de pronto y por primera vez me di cuenta de las orejas tan enormes que salían de la cabeza de Martín. Su padre hacía lo imposible por esconderlas, pero éstas se le escapaban por entre los antebrazos buscando aire. Martín sonreía sin darse cuenta de los esfuerzos de su padre por tapar su desproporción. Cuando de pronto me miró y me sonrió no pude evitar gritarle: 
¡ Martín, pero qué orejas más grandes! Los dos comenzamos a reírnos cuando su padre enrojeció y yo recibí una fuerte cachetada de mi madre. Miré muy enfadada a mi madre porque no sabía qué había hecho mal, pero por su cara y el silencio tenso que se generó alrededor entendí que estaba relacionado con Martín. Por ello para ahorrarme problemas en el futuro tomé la peor decisión de mi infancia: evitar a Martín en el colegio.
Durante el curso aprendí a ignorar a Martín en clase, en el recreo y en el comedor. Cuando llegaba la tarde y sacaba a pasear a Tubo entraba de nuevo en el mundo de Martín y las canicas mágicas. Martín jamás me reprochó que le ignorara durante el día, a la tarde jugábamos juntos y reíamos como siempre. Así pasaron los años y creo que fue al cumplir los trece que empecé de manera progresiva a ignorar a Martín también  en el parque. Iba con mis amigas y hablábamos de chicos, ropa o televisión, y cuando veía a Martín jugando con sus canicas le daba la espalda.
Ahora tengo 32 años y hace tiempo que vivo lejos del barrio de mi infancia. No he vuelto a pensar en Martín hasta ayer por la noche. Fui al teatro con amigos a ver un espectáculo de improvisación. Al entrar en la sala vimos que las tres primera filas estaban ocupadas por un grupo con “necesidades especiales”. Nos habían colocado una fila tras ellos. Antes de sentarme en mi butaca observé que el chico que tenía delante e iba en silla de ruedas, aplastaba algo entre sus manos. Aguanté de pie por curiosidad y cuando abrió las manos apareció una bolsa de canicas. Por un momento me quedé congelada en mitad del patio de butacas. Cuando reaccioné me salió un grito de la garganta y casi me ahogo en mi propio llanto.
Hoy me he levantado y he conducido hasta el barrio de mi infancia. He aparcado en frente de la casa de Martín. Su padre me ha abierto la puerta y me ha llevado hasta la habitación de su hijo. Martín , que es ahora un señor de orejas gigantes, estaba jugando con sus canicas mágicas. Mientras encontraba la forma de quizás pedirle perdón, Martín me ha sonreído. Me he dado cuenta de que no era a él al que había hecho daño ignorándolo. Me he sentado junto a Martín en el suelo, hemos jugando a las canicas y he ido recuperando la forma en la que veía el mundo a mis seis años. Su padre se ha quedado en la puerta, observándonos con esa mirada suya llena de cariño y vergüenza.