Viajo en este tren que me lleva desde las montañas a la ciudad y observo a sus pasajeros. Mi vista se posa aquí y allá, pero de pronto llega a mi nariz el perfume de esta chica que se sienta a mi lado. La miro de reojo y vuelvo mi mirada a la ventanilla. Aparentemente tan distintas. Ella se ha peinado, se ha arreglado, huele a limpio y a perfume. Se sienta recta preparándose para llegar. La huele y pienso, qué rico olor. Qué limpita va. Qué agradable. A mi también me gustaría ir a así. Tomarme el tiempo de darme todo ese autocuidado. De acariciarme con jabón y con perfume.
Pero quizás mi autocuidado pase por olerla a ella ahora. Este instante en que su perfume me lleva a la seguridad del hogar. Ella y yo viajando juntas en este tren, envueltas y a salvo en el olor de este rico perfume. Cojo su mano con mi pensamiento y le doy las gracias. El anhelo de unión florece en mi interior. Lágrimas por la cantidad de juicios que como un software caducado veo deconstruyéndose en mi cabeza. No quiero volver a juzgarte nunca más, ni a ti ni a mi, le susurro con mi pensamiento. No quiero pensar qué eres distinta, que no te conozco, que no formas parte de mi. Todos esos gestos se sienten tan violentos. Deseo este instante de ternura que me sana, que me cuida, que me ama. Este instante fuera del tiempo donde tú y yo, mecidas por tu perfume, recordamos que somos hermanas. Que somos amantes. Que somos una.